El tema del papel de la Iglesia católica en las relaciones internacionales, en la actualidad tan distinto en muchos aspectos al que desarrolló durante siglos, resultó todo lo interesante que cabía esperar. Quizá convenga superar cierta dialéctica, un tanto desfasada, entre vertiente personalista y vertiente institucional, como una especie de aut-aut del Derecho eclesiástico del Estado. La presencia institucional de la Iglesia católica en los foros internacionales está vinculada a la defensa y promoción de la libertad religiosa tanto de las personas individuales como de las comunidades, sean éstas cristianas o no. A este respecto son especialmente iluminadoras las siguientes palabras de Benedicto XVI, pronunciadas ?muy pocas semanas antes a la redacción de estas líneas de presentación? en su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 18 de abril de 2008: «los derechos humanos deben incluir el derecho a la libertad religiosa, entendido como expresión de una dimensión que es al mismo tiempo individual y comunitaria, una visión que manifiesta la unidad de la persona, aun distinguiendo claramente entre la dimensión de ciudadano y la de creyente. La actividad de las Naciones Unidas en los años recientes ha asegurado que el debate público ofrezca espacio a puntos de vista inspirados en una visión religiosa en todas sus dimensiones, incluyendo la de rito, culto, educación, difusión de informaciones, así como la libertad de profesar o elegir una religión. Es inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos ?su fe? para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos. Los derechos asociados con la religión necesitan protección sobre todo si se los considera en conflicto con la ideología secular predominante o con posiciones de una mayoría religiosa de naturaleza exclusiva. No se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan a la construcción del orden social. A decir verdad, ya lo están haciendo, por ejemplo, a través de su implicación influyente y generosa en una amplia red de iniciativas, que van desde las universidades a las instituciones científicas, escuelas, centros de atención médica y a organizaciones caritativas al servicio de los más pobres y marginados. El rechazo a reconocer la contribución a la sociedad que está enraizada en la dimensión religiosa y en la búsqueda del Absoluto ?expresión por su propia naturaleza de la comunión entre personas? privilegiaría efectivamente un planteamiento individualista y fragmentaría la unidad de la persona».