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Para Spencer la sociología era una ciencia superorgánica que centra su atención en aquellos procesos que suponen las acciones coordinadas de varios individuos. Para él el proceso biológico se identifica con el proceso social y localiza y ubica los hechos de la sociología en el paralelismo funcional entre el organismo animal y las sociedades humanas. Piensa que la sociedad, como entidad con vida propia, y con autonomía respecto de los elementos aislados que la integran, está sometida a la dinámica de desarrollo, estructura y función, de manera análoga a los fenómenos del crecimiento, estructura y función en los seres animales. Es así que la sociología humana encuentra una fuerte conexión con el mundo orgánico animal 2. En coherencia procede a interpretar las mismas leyes biológicas en términos de hechos sociales para inmediatamente después razonar sobre ellas cual si se tratasen de leyes sociales. Este procedimiento analógico ?que configura a la sociedad como una entidad similar a la un organismo animal?, al tiempo supondría una rémora para éxito de su teoría social 3. Ese razonamiento analógico es, desde luego, desafortunado, pues la sociedad humana nunca puede ser equiparada ?y menos aún identificada? con un organismo biológico. Sin embargo, es lo que viene a mantener Spencer. Ello queda nítidamente reflejado en su ensayo Organicismo social publicado en 1860 y oportunamente traducido en nuestro país 4. Se trata de un organicismo biológico, que debe distinguirse del organicismo ético-espiritual
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Sin stockAnálisis histórico filosófico de las principales corriente que han conformado la tradición liberal.
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Sin stockNo hay derecho a la objeción de conciencia respecto a una norma emanada de un parlamento legítimo. La afirmación sonaba drástica; sobre todo, al ser emitida por una de las más altas autoridades gubernamentales. Pasado un primer impacto, más bien resultaba paradójica, ya que daba por descontado que hay un derecho a objetar en conciencia; en caso contrario, sobraba toda la segunda parte. Pero, si hay tal derecho, respecto a qué podríamos plantear la objeción, si no es posible hacerlo frente a una ley; ¿respecto a los resultados de la Primitiva? Es obvio que, en un sistema democrático, sólo la norma emanada de los poderes legítimos pueden condicionar la libertad individual y, en consecuencia, afectar a la conciencia. El problema ?o, mejor, los problemas? consistirían precisamente en eso: en si podemos sentirnos moralmente obligados a desobedecer o incumplir una norma jurídica, formalmente impecable pero claramente incompatible con el respeto a nuestras convicciones personales; y, segunda cuestión, si disponemos jurídicamente de un derecho a plantear en el ámbito público nuestra objeción moral. La relación entre derecho y moral ha sido tradicionalmente una fuente inagotable de problemas teóricos para los especialistas de teoría del derecho o de filosofía moral. La novedad es que ahora se convierte en una fuente no menos incesante de problemas prácticos para cualquier ciudadano; de un modo particular, si su trabajo profesional se desenvuelve en un ámbito tan lleno de relevancia ética como el sanitario. De ahí que resulte especialmente oportuno enfocar la cuestión desde cada uno de esos dos observatorios, tan relacionados entre si como emplazados con muy diversa perspectiva. Desde el ángulo moral el asunto es bien claro. Sin necesidad de remontarse a Antígona, El Alcalde de Zalamea, que probablemente no tenía noticia de su existencia, traducía con envidiable soltura el dar al César lo que le corresponde. Al Rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma? Es obvio que ante la ley que repugna a nuestra moral es obligado plantearse el problema de conciencia por antonomasia.
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Goethe afirmaba que sólo se conoce aquello sobre lo que se ha escrito. En cierto sentido, la principal finalidad de este trabajo era conocer a un gran clásico, y parecía que la forma más apropiada de hacerlo era haciendo buena la máxima de su compatriota. El trabajo que se presenta está dividido en dos partes. La primera, que versa sobre aspectos biográficos, se divide, a su vez, en tres bloques: los primeros años de vida universitaria de Savigny en las ciudades de Marburg y Landshut (los años de juventud hasta 1810), sus años de docencia en Berlín (1810-1842) y, por último, su ocupación como ministro de Legislación y los años de su atardecer vital (1842-1862). La segunda parte comienza con una somera descripción crítica de la más reconocida literatura secundaria. Ésta es una buena base desde la que reconstruir la idea de sistema, eje central este libro. Para ello comienza analizando los conceptos de relación e instituto jurídico que, a juicio de Savigny, son los que estructuran el sistema.
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Ihering ha sido una de los más grandes juristas, su trayectoria intelectual refleja en silos grandes cambios que se estaban produciendo en la ciencia jurídica de la segunda mitad del siglo XIX. Reflejaba la crisis de los modelos de regulación propios del Estado de Derecho liberal individualista, ante los dilemas que se planteaban en su tiempo (la cuestión social, las exigencias de una regulación pública de las actividades económicas y de intervención directa en el «problema social», etcétera). Es la época de la agonía de la forma política del Estado de clase única, y su progresiva remodelación por un Estado de pluralidad de clases. Su radicalidad le podía llevar a menudo a exageraciones, toda vez que se puede convenir que la lucha por el derecho puede ser un deber moral, pero también puede serlo el no ejercitar los derechos en ciertos casos. De cualquier modo, es importante realzar que la aseveración de Ihering fue interpretada en un sentido usualmente más amplio, y entonces resulta todavía más expresiva, a saber: cuando se aprecia en la idea de lucha por el derecho, tanto la lucha por la existencia como la lucha por la mejora de las condiciones de vida en sociedad. Lo cual fue históricamente percibido incluso como una llamada a que el Derecho estatal respondiera a las exigencias de regulación de una sociedad industrial. Por lo demás, para el mismo Ihering ?como expresa en su libro La Lucha por el derecho?, la idea y la realidad de la lucha están en el origen y en el desarrollo histórico del Derecho, siendo la lucha el medio para alcanzar los fines de relevancia jurídico-política. El Derecho no surge espontáneamente del espíritu del pueblo, sino que es un producto histórico en gran medida consciente de nuevas ideas, de nuevos fines emergentes, cuyo reconocimiento en cada momento exige la lucha, el aunar esfuerzos para cambiar el orden de cosas existente. Es así que el Derecho y sus instituciones jurídicas singulares, son el resultado de la experiencia para la realización asegurada de ciertos fines humanos, de manera que el fin es el elemento creador de todo el Derecho (es lo que expresaría en su obra, El fin en el Derecho; 1877-1883). No es de extrañar que la idea de «lucha» fuera utilizada como una suerte de «eslogan» al servicio instrumental de los distintos programas de reforma social. Paradigmáticamente es el caso del krausismo-institucionismo o krausopositivismo español, progresivamente abierto a algunos postulados del positivismo (como al positivismo jurídico de Ihering, especialmente del Ihering maduro, más realista). Lo cual se puede apreciar perfectamente en pensadores como Leopoldo Alas Clarín y Adolfo Posada, uno de los principales traductores y receptores críticos de su pensamiento jurídico-social.
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Sin stockLos seis capítulos del libro, publicados originalmente en alemán e inglés a lo largo de tres décadas, muestran la constante evolución del pensamiento del autor y la conexión sistemática entre las ideas nucleares de su concepción no positivista del Derecho: la relación necesaria entre derecho y moral; la inclusión de la corrección como elemento esencial del derecho y su vinculación con la noción de justicia; la necesidad de un fundamento discursivo para la justicia; el carácter institucional de la justicia propia o específica del Derecho y su identificación con los derechos humanos; la determinación negativa del umbral o mínimo infranqueable del Derecho y la justicia mediante la denominada fórmula de Radbruch (la extrema injusticia no es Derecho); la afirmación de la existencia de los derechos humanos y su aportación a la tesis de la conexión entre derecho y moral.
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Sin stockEste libro recoge el contenido de algunas lecciones pronunciadas en la Universidad de Granada durante la primavera de 1922 acerca del tema que le sirve de título, exposición que me complace ofrecer así a la publicidad española.
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La obra jurídica de Finnis está marcada por su formación en la filosofía jurídica analítica, principalmente por la influencia de Hart y por el debate intelectual mantenido con Raz 5. Así entiende con ellos, ?que se insertan, en realidad, en la tradición clásica por lo que se refiere a la comprensión de la normatividad como razón para la acción? que la reflexión sobre el derecho debe ser esencialmente una reflexión sobre la condición de razón para la acción que cabe predicar del mismo. Sin embargo, en su opinión Hart y Raz, que entienden el derecho como autoritativo y la autoridad como razones para la acción, no ofrecen una comprensión del derecho como verdadera razón para la acción. El motivo es que pretenden limitarse a describir el derecho: entienden que el cometido del filósofo del derecho es describir el derecho como es, esto es, como obligatorio, pero no explicar por qué lo es. La autoridad del derecho queda entonces reducida al hecho de que es aceptado, por el motivo que sea, como razón para la acción; es esta aceptación lo que el pensamiento de estos autores describe. Así, para los analíticos, no es que el derecho se acepte como razón para la acción porque lo sea, esto es, porque tenga autoridad; simplemente se limitan a afirmar que tiene autoridad como una manera de describir el hecho de que se acepta como razón para la acción. Y es que, al no acabar de admitir la posibilidad del conocimiento moral objetivo, no pueden pasar de la aceptación subjetiva del derecho a su condición de verdadera razón para la acción
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Sin stockA pesar de la centralidad del tema, existe una enorme confusión en torno a la caracterización, significado y alcance del fenómeno de los Estados en crisis. Por de pronto se utilizan expresiones muy diversas con significados próximos o semejantes, pero no siempre idénticos, para designarlos: «failed States» que se suele traducir como Estados «fallidos» o «fracasados»; Estados «colapsados»; desintegración de las estructuras del Estado (Comité Internacional de la Cruz Roja); Estados «desestructurados» (Thürer); sociedades menos favorecidas (Rawls); Estados «frágiles». La denominación más extendida es la de «failed States», de origen estadounidense. Al parecer, se utilizó por primera vez en el artículo de Gerard B. Helman y Steven R. Ratner, en Foreign Policy, en 1992, al que nos referíamos al principio. A partir de ese momento ha alcanzado un gran éxito y popularidad en la literatura internacional. Boutros Ghali la adoptó para describir el contexto en el que se desarrollaron las operaciones de mantenimiento de la paz llevadas a cabo durante su mandato. En esos escenarios, en lo que ha dado en llamarse «Estados fallidos» («Failed State», en el original), se habría producido una redefinición del papel de la Organización en el ámbito de las operaciones de mantenimiento de la paz. Estas no sólo habrían incrementado notablemente su número, sino que además serían cualitativamente distintas respecto de las del período anterior (durante la Guerra Fría). En ellas las Naciones Unidas habrían asumido funciones sin precedentes (Puesta en marcha de complejos acuerdos de paz, en los casos de Angola y Mozambique; protección de los envíos de ayuda humanitaria en Somalia; organización de elecciones libres, en Camboya; y mantenimiento de un ambiente estable que asegurase la transición pacífica a la democracia, en Haití). De ahí que se hable de «segunda generación» de operaciones de mantenimiento de la paz.
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El presente trabajo ha intentado llenar el hueco existente sobre esta materia en nuestra lengua. Se trata sólo de una primera aproximación y por ello me he limitado a Gerber, aunque la pretensión es ampliar el panorama a Laband y Jellinek. A mi entender, sólo una exposición cruzada de las doctrinas de los tres puede proporcionar un panorama aceptablemente amplio del iuspublicismo alemán en la segunda mitad del XIX y, a su través, de ciertos importantes episodios en la gestación conceptual e histórica de los derechos fundamentales
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La concepción general del sistema jurídico y de la aplicación del Derecho, es decir, la teoría jurídica en que han sido formados nuestros operadores jurídicos hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX puede denominarse legalismo o positivismo legalista (aunque éste último término posee otro significado más preciso en la Historia de las ideas jurídicas), y ha sido caracterizada por Alexy conforme a los siguientes rasgos: a) norma en vez de valor; b) subsunción en lugar de ponderación; c) independencia del Derecho ordinario en lugar de omnipresencia de la Constitución; y d) autonomía del legislador dentro del marco de la Constitución en lugar de omnipotencia judicial apoyada en la Constitución 1. Estas ideas básicas se encuentran íntimamente relacionadas con la Teoría del Estado y con la Filosofía Política que constituyen el horizonte de sentido del positivismo jurídico tradicional. Aunque el legalismo sigue siendo el conjunto de concepciones jurídicas dominante, puede afirmarse que en nuestros días ya no refleja ni la realidad del sistema jurídico en la mayor parte de los países occidentales, ni las exigencias metodológicas derivadas de los cambios operados en aquél por obra del nuevo Estado constitucional de Derecho. Éste ha supuesto no sólo la denominada crisis de la ley, atribuible en parte también a otros factores 2, sino también una serie cambios profundos que, en expresión de Prieto Sanchis, «están dando vida a una nueva teoría del Derecho» que este autor caracteriza, siguiendo en parte a Alexy, Zagrebelsky y Guastini, por las siguientes notas: a) más principios que reglas; b) más ponderación que subsunción; c) omnipresencia de la Constitución en todas las áreas jurídicas y en todos los conflictos mínimamente relevantes, en lugar de ámbitos exentos a favor de la ley o de los reglamentos; d) omnipotencia judicial (principalmente del Tribunal Constitucional) en lugar de autonomía del legislador ordinario; y e) coexistencia de una constelación plural de valores potencialmente contradictorios 3. A lo anterior cabe añadir que los cambios en los diferentes sistemas constitucionales que acaban de mencionarse no han tenido lugar única y exclusivamente por obra de la promulgación de nuevas constituciones, o por la puesta en marcha de tribunales constitucionales. Aunque ese es el caso de España, en otros países, singularmente de Iberoamérica, tales cambios, que constituyen verdaderas mutaciones constitucionales, han tenido lugar como consecuencia más o menos directa de la aparición de un sistema internacional de protección de los derechos humanos y de la aceptación de la competencia contenciosa e interpretativa de sus órganos jurisdiccionales por parte de los Estados. Esto convierte al nuevo Estado Constitucional en un fenómeno que se extiende mucho más allá de los países donde se han promulgado constituciones recientes
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El estudio del régimen económico y patrimonial de las confesiones religiosas tiene una importancia de primer orden. Basta con reparar en el hecho de que la capacidad de las entidades religiosas de adquirir y poseer bienes y de actuar en el tráfico jurídico ha ocupado, a lo largo de los siglos XIX y XX, un lugar central en la normativa estatal sobre el factor social religioso. En los últimos doscientos años esta cuestión no sólo ha suscitado arduas polémicas, sino que ha llegado a condicionar el propio devenir de las relaciones Iglesia-Estado. Quizá una de las muestras más claras de lo anterior sea, en el caso español, el polémico artículo 26 de la Constitución republicana de 1931, gran parte de cuyo contenido versaba precisamente sobre la prohibición de que las confesiones religiosas recibieran apoyo económico por parte de los poderes públicos y sobre las limitaciones a la capacidad de las órdenes religiosas de contar con un patrimonio propio y de realizar actividades como la industria, el comercio o la enseñanza. En este orden de cosas no deja de ser significativo que la Ley francesa de Separación entre las iglesias y el Estado, de 9 de diciembre de 1905, que es comúnmente aceptada como la muestra jurídica paradigmática de la laïcité à la française, dedique la mayor parte de su articulado a aspectos económicos y patrimoniales. La trascendencia del tema se ve acentuada, además, porque su carácter problemático no está ligado a un concreto sistema de relaciones Iglesia-Estado. Los dos embates más fuertes que sufre en la España decimonónica la capacidad de la Iglesia católica de adquirir y poseer bienes –la llamada desamortización de Mendizábal y la supresión del diezmo (ambas medidas de 1837)– se producen en un momento en el que Estado Español se define como confesionalmente católico. Es un hecho contrastado que la conflictividad del régimen económico y patrimonial de las confesiones religiosas no está exclusivamente vinculada a la política religiosa de cada momento, sino que responde a unas razones que desbordan los márgenes de la actitud del Estado ante el fenómeno religioso.